lunes, 29 de octubre de 2012

Profesor de lengua


          Dictaba a sus alumnos de primaria escenas de su propia vida. Los niños copiaban aquellas experiencias del maestro con la dificultad de sus bolígrafos mordidos, y las teñían de faltas de ortografía. Con descaro infantil vestían de hache el amor y restaban el acento a la ilusión. Luego, para corregir el dictado, el maestro escribía las frases correctas sobre el encerado.
            Cuando la clase terminaba, entre un fragor de mochilas y libros rotulados, quedaba –sobre la negra soledad de la pizarra- la huella de una vida perfilada en frases cortas. Apenas, pensaba para sí al abandonar el aula, unas oraciones gramaticales cargadas de recuerdos que ya nada significaban.
           Poco importaba. En la hora siguiente, la joven licenciada en matemáticas, sin leerlas siquiera, borraría con vigor todas aquellas vivencias nebulosas. Con cada brochazo de la bayeta sobre la oscura superficie, la memoria de aquel caduco profesor de lengua iba quedando, y así debía ser, un poco más vacía. 

4 comentarios:

  1. Melancolía desde la primera a la última letra, incluyendo esa hache que quiere formar parte del verbo hamar

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  2. Qué enorme tristeza para ese profesor. Me apunto a lo que dice tu tocayo. Es hermoso con hache. Un beso, Amando.

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  3. Excelente.


    Las nuevas generaciones han adoptado la costumbre de escribir los nombres propios en minúscula; un indicio de que el tuteo va llegando también a la ortografía.

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  4. Mucha melancolía sí. Pero me reío al sentirme solidaria con los niños que hacen faltas y escriben su nombre con minúscula, por pereza. Gracias por la cura de rejuvenecimiento.

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