martes, 28 de mayo de 2013

Blas Muñoz, a la sombra del limonero


Pero sólo hay silencio. Y esta luz que declina,
esta luz que aún insiste y afirma su presencia
proyectando la sombra fugitiva y veloz
de un ave, o del crepúsculo,
                                            en tu rostro furtivo.

Este bloguero (furtivo, también) ha encontrado, en las X Jornadas Manriqueñas, a Blas Muñoz Pizarro, poeta de emoción honda y verbo clásico, pero cuya osadía le impulsa también a sentarse en las florecidas cunetas donde brotan haikus y tankas.

Una flor seca
ha caído del libro
que te dejaste.
Señalaba un poema
que aún habla de regresos.


Allí, en Villamanrique, a la sombra del Limonero de Homero, su tertulia de amigos valencianos, hemos desgranado horas de versos y vinos, casi a partes iguales.

Esta ventana abierta no es espejo,
ni río detenido. No es ojo, ni camino.
Es una pausa ciega en un paréntesis oscuro.
Y, aunque a ti te conforta saber que no estás solo,
que hay otra soledad, frente a la tuya,
mas desvalida aún por estar sola,
empiezas a sentir que tu mirada, aún oculta y culpable,
es la mirada nueva del que comparte todo si comparte su nada.


Gracias, Blas, por estos poemas, por tu entrañable acogida, por el calor de tus amigos. Por compartir todo con la nada de este furtivo.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Siete menos veinte...


                 Tras el fugaz encuentro, en el momento de la despedida, ella le pidió su número de teléfono. Pretendía llamarle todos los días, a las siete menos veinte, advirtió ilusionada. Consciente de las consecuencias, él facilitó un móvil equivocado. No quería correr riesgos. Ningún futuro de llamadas a hora fija podría superar la memoria de aquel instante, la magia del infinito sugerido.

             Desde entonces, a las siete menos veinte, ella llama a diario, teclea esa colección de cifras ajenas que conoce al dedillo. Y recibe respuesta. Cada tarde, otra voz, surgida del azar, contesta –y alimenta en la distancia- la ajena ficción de dos desconocidos instalada en ese ayer maquillado de imposibles.

               Todas las tardes, ajeno a la conversación inalámbrica que ella mantiene con el benevolente impostor, él recrea por un momento la magia furtiva de un recuerdo solitario. Intuye, con el móvil en silencio, la eternidad del amor. Un amor liberado de palabras, de llamadas diarias, de promesas cargadas de futuro. Un amor con el número correcto, tecleado en la agenda del pasado.

             Un amor a tres bandas, justo a las siete menos veinte, cuando alguien acepta generosamente esa llamada equivocada, y en algún lugar quedan parados todos los relojes del olvido.

jueves, 16 de mayo de 2013

Meditación del ocaso


Decidme, ¿debo seguir hablando
ahora que ya florecen
silencios a la orilla de los charcos?

¿Debo, acaso, podar las ilusiones
de las quinceañeras
que cogen al descuido el autobús?



Quizás me haya llegado,
sin darme cuenta, el tiempo
de sentarme a mirar desde el banquillo,
sentir que ya anochece
sobre las vanidades,
                                  intuir
que se está bien aquí, al resguardo
de ese relente umbrío,
de ese pavor que suele aparecer
a media tarde por las escombreras
donde arrojé  hace tiempo,
junto a un verso oxidado, el corazón.

viernes, 10 de mayo de 2013

De pronto, una tarde


          Volvía al pueblo, una tarde cualquiera, tachonada de olvidos, cuando oyó doblar las campanas. El sonido era inconfundible, lo había escuchado ya tantas veces, ese toque cadencioso. Puso el tractor en primera. Al alcanzar el palomar junto a los huertos, vio pasar la comitiva. Tan abatidos todos, tan formales, con ese gesto compungido de quien, en cierto modo, se siente avisado.

         Tan formales, todos, incluido él, con su traje menos raído, estirado de una forma impropia. Y rígido, constató además. Tumbado con ese gesto ausente, tan habitual en aquel impostor que tanto se le parecía. Torció hacia la fuente de los tres caños, pensó rociarse con agua el rostro convulso, que quizá no era ya su rostro. Demasiado tarde, sospechó, suele ocurrir siempre. Se había calado el motor. Quería creer que estaba vivo, un hombre más que vuelve de faenar en el campo.

         Un hombre emergiendo entre un secano de ayeres agostados, un hombre que ve pasar la muerte junto al palomar. Un tractor que se cala, vacío de pronto, sin nadie a sus mandos. Una tarde cualquiera, tachonada de olvidos.